Por muchísimos años, mi imaginario de la Tierra—como estoy segura, le pasa a muchas personas—ha sido el del globo terráqueo: la esfera azul achatada en los polos. Pero en los últimos años, esa imagen se me ha hecho problemática. En ese imaginario totalizante de la Tierra no alcanzo a distinguir mi jardín, ni las playas donde pasé las vacaciones de mi infancia, ni los bosques nubosos que quisiera ser, ni la gente que amo, ni la que me saca de quicio, ni las cucarachas que sigo matando, ni la mancha en mi pierna izquierda con forma —según mi sobrina— de ave fragata. Es decir, no alcanzo a distinguir los detalles y particularidades que verdaderamente me permiten reconocerme parte de la Tierra y vinculada emocionalmente a ella.
Esa imagen totalizante del planeta se manifiesta de muchas otras maneras. Por ejemplo, en la manía mediática de saturarnos, lo más inmediatamente posible, con las catástrofes ecológicas de todo el mundo. Dándonos la sensación de que “debemos hacer algo” al respecto de todo en todas partes al mismo tiempo. El problema es que el sistema nervioso de los humanos no reacciona muy bien ante la saturación. Somos una especie pequeña, local, diseñada para el tacto y la conexión. Tanta cosa nos abruma.
Cuando el planeta se nos presenta como un conjunto de amenazas a las cuales tenemos que responder, entonces nosotros, como animales indefensos que somos, reaccionamos huyendo, luchando o paralizándonos. Cuando la Tierra, en cambio, se nos abre como un conjunto de seres con los cuales relacionarnos, nosotros, como animales sociales que somos, reaccionamos con curiosidad, asombro y compasión.
Yo no sé cómo —ni creo que sea factible— “salvar al planeta” (esa canica azul que flota indefensa por el espacio). Pero sí sé (o al menos intento aprender) cómo relacionarme mejor con las formas en las que la Tierra se manifiesta en mi vida: las plantas en mi jardín, las playas y los bosques, los árboles de mi barrio, los seres que amo y los seres que no tanto, mi propia piel y mi propio espíritu. Es a través de estas relaciones que constantemente me reconozco parte de la complejidad y belleza de la Tierra. En ellas se me abre todos los días la oportunidad de experimentar mi condición humana curiosa y compasiva; y es en ellas donde veo una posibilidad real de cuidar a nuestro planeta.
Hoy, y todos los días, nos deseo con todo mi corazón la atención hacia esos detalles y relaciones que nos permitan reconocer la Tierra que somos. Para así maravillarnos ante las miles de manifestaciones de su creatividad y celebrar su existencia, y sobre todo, para no perder la oportunidad de aprender a amarla y cuidarla en cada una de sus expresiones.
Alessandra Baltodano es documentalista y antropóloga. A través del documental creativo, explora la relación ser humano-naturaleza desde sus dimensiones afectivas, existenciales y espirituales. Su trabajo se inspira y se informa en los campos de las humanidades ambientales, el ecofeminismo y la ecología espiritual. Es co-fundadora de Wimblu, un estudio de documental creativo que crea y difunde historias que restauran nuestro sentido de pertenencia y conexión con la Tierra.
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