Mi nombre es Victoria, tengo 25 años y soy mujer trans. Si no me conocen, no tomen esto como una salida del clóset. No se puede esconder quién soy; ni mi identidad, ni mis vivencias, son un secreto. Entender que no puedo cambiar mi voz, el tamaño de mis manos, mi altura, ni nada que me “delate” como una mujer trans no ha sido fácil, y a momentos he creído que si me escondiese, si fuese invisible, no podrían verme y, por ende, discriminarme. Pero mi presencia y mi transexualidad son tan ocultables como esconder un elefante tras una lámpara de pie.
Ser trans es saber que los prejuicios los perciben antes de siquiera verte. A veces he querido mantener el secreto -no es por vergüenza, jamás podría sentir pena de mi autenticidad; es por el miedo. Hay que comprender que nuestras vivencias se ven afectadas primero por ser mujeres, luego por ser mujeres trans y de ahí un sin fin de etiquetas y condiciones que nos obligan a luchar cada vez un poco más fuerte que a las demás.
Los prejuicios son un arma peligrosa que generan los crímenes más horrendos de la humanidad; se basan en el miedo y respaldan todos los actos de odio a poblaciones vulnerables. Y a estos les acompaña un sentimiento de superioridad moral que indica “yo tengo razón y usted no”. Para entenderlo, en calidad de mujeres trans, al escuchar “mujeres trans”, inmediatamente creamos una imagen de hombres con vestido y peluca, de mala actitud, en prostitución, drogadicción, pobreza y peligro. Nos cuesta imaginar que las mujeres trans nos podamos encontrar en puestos de poder económico o político, que seamos doctoras, profesoras, o que ocupemos cualquier otro puesto que no sea la esquina de una calle en medio de la noche.
A veces, los prejuicios son inconscientes, desconocemos de dónde vienen y los perpetuamos pensando que son una forma correcta de pensar o actuar. Hace poco hablaba con una amiga sobre la interminable discusión de nuestro cuerpo desde la perspectiva de personas cisgénero (personas no trans). Se hacen diferentes comentarios que invalidan nuestras vivencias e identidades, pero entre los que más me resuenan se encuentra la falsa afirmación: “Cuando usted se muera y vean su cuerpo, dirán que es de un hombre”.
Esta narrativa de que si morimos, nuestros cuerpos siguen siendo cuerpos de hombres, sin importar las desmitificaciones que se han hecho desde los mismos campos científicos y biológicos, que intentan citar, es violenta en el sentido que no nos puedan ver sin pensarnos muertas y que aún así, nuestros cuerpos quedan para decir que vivimos locas y equivocadas. Es peligroso para nosotras que sus conversaciones se centren más en borrar lo que decimos que en enfrentar las violencias que nos han provocado.
Pongamos de ejemplo el argumento que para ser mujer se debe tener vagina, menstruar y tener capacidad de gestar. Esto posiciona a las mujeres cisgéneras como válidas y útiles solo dentro de su edad reproductiva; las mujeres que no menstrúan por edad o condiciones de salud quedan automáticamente excluidas; las niñas y adolescentes que menstrúan son vistas entonces como máquinas reproductoras y no seres humanos, muy contrario al llamado feminista “niñas, no madres”. Finalmente, esto anula las experiencias de los hombres trans, las personas no binarias y personas intersexuales con vagina, pero de identidad y expresión masculina.
Estas afirmaciones, además de ser transfóbicas, son un resultado de la colonización. En el lenguaje indígena zapoteca existe la figura de las muxe, personas asignadas hombres al nacer, pero de identidad o expresión femenina -se considera el tercer género debido a que dentro del idioma no existe el género y al presentarse la colonización con el lenguaje español no se encontraba una traducción exacta a lo que representaban las muxe en esta cultura. En diferentes pueblos nativos de Canadá, Estados Unidos y Latinoamérica, se encontraban las personas ‘dos espíritus’; personas que representaban identidades y expresiones contrarias a su sexo asignado al nacer; además eran de orientaciones sexuales no heterosexuales. Los dos espíritus eran consideradas personas sagradas con la capacidad de viajar entre el mundo masculino y femenino; podían casarse entre su mismo sexo y ejercían como chamanes, curanderos y brujos. En India, encontramos otra figura sagrada que no encuentra traducción dentro del inglés o español: las hijras, personas que expresan identidades diferentes a su sexo asignado al nacer -el nombre es de proveniencia religiosa hindú y mantuvieron importancia en la historia antes de la colonización inglesa de India; eran cuidadoras de los hijos de emperadores, consejeras de Estado, e incluso podían pertenecer a la clase alta, respetadas por las leyendas y costumbres que las envolvían. Hoy son de las poblaciones más discriminadas del país.
Nuestra existencia no es reciente. Al contrario, es tan antigua como la humanidad misma. Las justificaciones que usan algunos para descartarnos son producto de la ignorancia, del sentimiento engañoso que ha hecho a las personas creer que son superiores a otras; son el resultado de años de mentiras y creencias ciegas que nos separan y crean las injusticias que tanto intentan negar.
Para mí no es necesario tener una vagina para enfrentar la vida como mujer. Concuerdo con las personas que me dicen que ser mujer no es un sentimiento; lo que yo he vivido es mucho más que un sentimiento. Enfrento a diario las barreras como mujer, me expreso con el amor, el cariño y la fuerza que solo he encontrado en otras mujeres, el conocimiento que he llegado a adquirir proviene de otras mujeres, y cuando triunfo es como mujer, cuando defiendo la vida de mis compañeras y lo derechos de todas nosotras, es como mujer.
Argumentos que provienen del odio no cambian mi lugar en el feminismo, no cambian mi experiencia, pero sí aportan a la exclusión, al maltrato y a los cientos de asesinatos de personas trans, específicamente por ser trans. Que lástima siento, que sus acciones de odio y prejuicios llenos de ignorancia sean por el miedo que nos tienen, que les quite la oportunidad de ver la luz que traemos al mundo aquellas personas que no cabemos en su limitada casilla de “sexo y género”. Lo único que les puedo decir es que me cansé de ser yo la que tiene miedo a sus prejuicios y a sus acciones, y que me rehúso a intentar vivir más en secreto.
Victoria E. Rovira Hernández nació el 24 de octubre de 1994 en San José, Costa Rica. Es una joven activista por los derechos humanos de las personas trans y mujeres trabajadoras sexuales. Es egresada del programa “Agentes de Cambio” generación 2017 del Instituto Friedrich-Ebert-Stiftung y pertenece a la red de líderes mundiales ‘Global Shapers’. Actualmente, es estudiante de Marketing en la Universidad San Marcos y es cofundadora de la Colectiva Trans-Parencias, la primera colectiva transfeminista del país, cuya agenda se enmarca en la priorización, articulación y el desarrollo de acciones afirmativas y derechos para la población trans y trabajadoras sexuales en Costa Rica.
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