Debo confesar que nunca fui una mujer activa. En educación física siempre me las ingenié para moverme lo menos posible, se me “olvidaba” el uniforme, fingía que ya había corrido 3 vueltas a la plaza – cuando en realidad llevaba media – y arbitraba de forma voluntaria en los partidos. El sedentarismo me acompañó por mucho tiempo, me vio desvelada haciendo maquetas para la U, comiendo Naranitas en las noches y trabajando en mis incontables proyectos de diseño.
“Tiene que encontrar algo que le guste” es posiblemente la frase que más recibí y más me incomodó por mucho tiempo; me enfrentaba con la más oscura de mis realidades, el hecho de que nada me gustaba, y créanme que probé de todo. Al menos así lo fue por mucho tiempo, hasta que descubrí “ese algo” que me movía, me movía dentro y fuera… el senderismo. Todavía me resulta fascinante que exista algo que me haga sudar durante tres o más horas sin quejas, y por el contrario, disfrutándolo realmente. Pero recordemos que por muchos años no hice actividad física, todavía tengo en mis recuerdos, la primera vez que fui acaminar (en jeans) a Prusia, me devolví antes de llegar a la entrada de los senderos porque “ya no echaba”.
Paralelo al nacimiento de mi nueva versión exploradora, nació también nuestro “hijo”, con un nombre que le rendía homenaje al momento en que me encontraba: “La Fiebre de Viajar”. Para quienes no lo conocen, es una marca que busca acompañar a las personas en sus viajesdentro y fuera de Costa Rica con productos y reseñas que describen cómo llegar a esos lugares. Este proyecto nació cargado de amor, pues con muchísima ilusión y entrega, lo creamos mi pareja y yo. “La Fiebre” como le llamamos de cariño, tuvo una infancia hermosa, nos sacó y lo sacamos a pasear, nos llevó a trazar el primer mapa raspable de Costa Rica y a mí, me ha llevado cada día en una exploración constante hacia adentro. Y es que, para poder contarle a otras personas cómo llegar a la cumbre de una montaña, tengo que primero llegar yo y eso por mucho tiempo me resultaba aterrador. La montaña me ha visto llorar, caer, reír, y el año pasado hasta me vio llegar con lágrimas en los ojos, al punto más alto del país, el Cerro Chirripó.
Sí es verdad que cuando hacemos las cosas desde el goce y la pasión, fluyen con facilidad; una facilidad que sin darnos cuenta, nos hace despertar un día, ver hacia atrás y darnos una palmadita en el hombro. Sin embargo, no existe una fórmula mágica para hallar esto y tampoco es algo que hay que encontrar. Tuve la fortuna de poco a poco ir descubriendo en la montaña, la inspiración y motivación que yo necesitaba. Pues es ahí, donde mi mayor y única preocupación es en cuál piedra voy a posar el pie y a cuál rama asomada le voy a pedir una mano, y me resulta atrevido lo que voy a decir: no es quizás el sudor, la naturaleza, el cañón, ni la cumbre lo que más me seduce, es el estar presente, lejos de los likes, las pantallas y el ruido.
A la naturaleza le debo todo, el espacio que me brindó para armarme de valor, las amistades que surgieron en el camino, el hacerme ver que para solucionar un conflicto, lo único que necesito es contemplar el cielo y recordar que la vida es más sencilla de lo que me cuento; y sobre todo, le agradezco la fortaleza que me regala desinteresadamente, para acompañar a La Fiebre en su vuelo.
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